Siempre me he preguntado con curiosidad científica si entre los sobrados existe alguna élite o sistema clasificatorio, una especie de escalafón que sitúe a cada uno, para de esta forma poder establecer una competencia en la que puedan demostrar hasta donde llega su atrevimiento. Aunque sospecho que tal sistema sí que existe.
En esta época en los que la osadía de mostrar las más íntimas vergüenzas llega a lo procaz, el sentimiento del ridículo, que se mantenía contenido con una acertada crítica social, ha desaparecido porque las nuevas comunicaciones sociales se han construido con eficaces herramientas que actúan contra la ironía, la sátira y el sarcasmo -que son cualidades que forman parte de nuestro mejor patrimonio- y además fomentan la falta de pudor y de respeto por la vergüenza ajena. Digo: en esta época de locos, nos faltaban los arrogantes y los condescendientes.
Declaro que mi mirada es arrogante, inmodesta, presuntuosa y fatua; pero no es falsa. Desde ella quiero descubrir dos ornamentos que jalonan el acontecer que estos personajes comparten con todos nosotros.
Dentro del corazón de los mosqueros hay un rincón en el que guardamos un poco de arrogancia, esa tentación que nos hace compararnos al resto de pescadores y sentir que somos superiores. Pero seriamos declaradamente faltos si nos dejáramos llevar por ese sentimiento y no atendiéramos a lo que la razón -y sobre todo la experiencia- nos indican, y que no es otra cosa que situarnos más o menos al mismo nivel que el resto de cofrades. Solo a algunos, cuya mente ha sido nublada por el espíritu mosquero, se les nota ese brillo que la soberbia deja en la mirada, y descubren en el río (donde el instinto primario nos iguala a todos) que no consiguen camuflar la altanería con su falsa modestia cotidiana. Si indagamos un poco los encontramos unas veces contradictorios y otras veces declaradamente incompatibles con la probidad, por lo que no difícil descubrirlos.
Hay incluso quién lleva su arrogancia al sectarismo más ridículo, basando sus principios morales y metafísicos en la elección del tipo de señuelo que utiliza o en la calidad genética de las truchas que pretende pescar. Hay muchas palabras con las que podría describir a estos personajes, pero la que mejor se les adapta es la de “modestos arrogantes”.
Pero, a la vez, sorprende conocer la condición dúctil y condescendiente que han adquirido aquellos que otrora defendían posturas inquebrantables y a los que el interés por figurar ha transformado en una suerte de servidores de lo establecido.
No reconozco a aquellos aguerridos adalides de la pesca pura, cuyo comportamiento intachable insuflaba moral a las huestes mosqueras, convertidos en seguidistas impenitentes de los figurones mediáticos, ¿qué les ha cambiado?, ¿cuándo comenzaron a perder su digna arrogancia?
No pilla de sorpresa comprobar que estas dos actitudes son frecuentemente cíclicas, y los afectados oscilan periódicamente entre ambos extremos. Pero algunos son capaces de rizar el rizo, y con un cierto esfuerzo para adaptar sus principios del modo apropiado en cada ocasión, consiguen simultanear ambos conceptos. Me malicio que es algo que forma parte de ese instinto de supervivencia tan típico de los que son fuertes con los débiles y sumisos con los poderosos.
Al final el tiempo pone a cada uno en su lugar, que no es otro que el camino de la intrascendencia.
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