El perro de aguas (Canis fluvalis)
Queridos amigos de la fauna fluvial ibérica, no es raro encontrarnos en las riveras de nuestros ríos durante los meses en los que la luz del sol predomina sobre la oscuridad, ejemplares de perro de aguas. Este especie, un endemismo habitual en las zonas en los que se encuentran los ríos más trillados por la pesca de la península Ibérica, se caracteriza por una fuerte desconfianza y animadversión hacia los individuos de su misma género, intentándolos evitar en el río y fuera de él.
Más que por su apariencia se descubre a un perro de aguas por su comportamiento durante el avistamiento y el encuentro con ejemplares de su misma especie: en la observación a distancia, la evolución en el acercamiento y en la identificación.
Si alguna vez hemos sido acompañados inconscientemente por algún Canis fluvialis en una jornada de pesca, rápidamente caeremos en la cuenta ya que observaremos que antes de llegar al pesquero su sensible olfato pondrá en alerta el resto de sus sentidos y rápidamente nos hará una muestra hacia el lugar dónde está situado el vehículo de los ejemplares de su especie con los que compartirá tramo, jornada y resignación.
Si por un casual detecta alguno en las inmediaciones, el acercamiento será rápido y sigiloso, a la vista del nuevo visitante el otro perro de agua se pondrá en guardia (se nos pone de manifiesto este fenómeno por los gestos y maldiciones sotto voce que ejecuta) y mantendrán un ritual de identificación que pasa por una detallada observación de las intenciones de cada uno, para ésto la sagacidad de saber como jugársela el uno al otro es indispensable y es uno de los valores que determinan el éxito de su jornada de pesca (aunque el resultado en capturas sea negativo).
Una vez olisqueados, si no son enemigos irreconciliables, realizarán una ceremonia en la que los dos ejemplares pugnarán por realizar el saludo más frío y distante, declararán cuáles son sus intenciones de cara a afrontar el pesquero (por supuesto falsas), acordarán una estrategia conjunta que no cumplirán y posteriormente se despedirán con la intención de, además de tener mejor día de pesca que el otro, joderle en todo lo que sea posible. Es curioso observar que nada más darse las espaldas, orinarán en el árbol más próximo al objeto de marcar el territorio.
Si por un casual los ejemplares encontrados son enemigos irreconciliables, parte de las actitudes mencionadas en el párrafo anterior no se cumplen, solo las dos últimas, que son llevadas hasta sus últimas consecuencias.
El perro de aguas es un animal domesticado, pero todavía mantiene un alto porcentaje del instinto salvaje de sus antepasados silvestres, de los que se sospecha que todavía existen algunos ejemplares -Canis lupus fluvialis- en ríos de la cuenca occidental del Duero (Petulanteus 2016, Sistema Soplapollae). En cualquier caso no conviene molestarle mientras come y mucho menos cuando bebe.
Mantiene poblaciones estables en toda la zona norte peninsular y su límite de expansión está marcado por el Sistema Central, por lo que no está catalogado en la Lista Roja de Especies Amenazadas de la UICN.
domingo, 11 de septiembre de 2016
domingo, 4 de septiembre de 2016
La arrogancia condescendiente
Siempre me he preguntado con curiosidad científica si entre los sobrados existe alguna élite o sistema clasificatorio, una especie de escalafón que sitúe a cada uno, para de esta forma poder establecer una competencia en la que puedan demostrar hasta donde llega su atrevimiento. Aunque sospecho que tal sistema sí que existe.
En esta época en los que la osadía de mostrar las más íntimas vergüenzas llega a lo procaz, el sentimiento del ridículo, que se mantenía contenido con una acertada crítica social, ha desaparecido porque las nuevas comunicaciones sociales se han construido con eficaces herramientas que actúan contra la ironía, la sátira y el sarcasmo -que son cualidades que forman parte de nuestro mejor patrimonio- y además fomentan la falta de pudor y de respeto por la vergüenza ajena. Digo: en esta época de locos, nos faltaban los arrogantes y los condescendientes.
Declaro que mi mirada es arrogante, inmodesta, presuntuosa y fatua; pero no es falsa. Desde ella quiero descubrir dos ornamentos que jalonan el acontecer que estos personajes comparten con todos nosotros.
Dentro del corazón de los mosqueros hay un rincón en el que guardamos un poco de arrogancia, esa tentación que nos hace compararnos al resto de pescadores y sentir que somos superiores. Pero seriamos declaradamente faltos si nos dejáramos llevar por ese sentimiento y no atendiéramos a lo que la razón -y sobre todo la experiencia- nos indican, y que no es otra cosa que situarnos más o menos al mismo nivel que el resto de cofrades. Solo a algunos, cuya mente ha sido nublada por el espíritu mosquero, se les nota ese brillo que la soberbia deja en la mirada, y descubren en el río (donde el instinto primario nos iguala a todos) que no consiguen camuflar la altanería con su falsa modestia cotidiana. Si indagamos un poco los encontramos unas veces contradictorios y otras veces declaradamente incompatibles con la probidad, por lo que no difícil descubrirlos.
Hay incluso quién lleva su arrogancia al sectarismo más ridículo, basando sus principios morales y metafísicos en la elección del tipo de señuelo que utiliza o en la calidad genética de las truchas que pretende pescar. Hay muchas palabras con las que podría describir a estos personajes, pero la que mejor se les adapta es la de “modestos arrogantes”.
Pero, a la vez, sorprende conocer la condición dúctil y condescendiente que han adquirido aquellos que otrora defendían posturas inquebrantables y a los que el interés por figurar ha transformado en una suerte de servidores de lo establecido.
No reconozco a aquellos aguerridos adalides de la pesca pura, cuyo comportamiento intachable insuflaba moral a las huestes mosqueras, convertidos en seguidistas impenitentes de los figurones mediáticos, ¿qué les ha cambiado?, ¿cuándo comenzaron a perder su digna arrogancia?
No pilla de sorpresa comprobar que estas dos actitudes son frecuentemente cíclicas, y los afectados oscilan periódicamente entre ambos extremos. Pero algunos son capaces de rizar el rizo, y con un cierto esfuerzo para adaptar sus principios del modo apropiado en cada ocasión, consiguen simultanear ambos conceptos. Me malicio que es algo que forma parte de ese instinto de supervivencia tan típico de los que son fuertes con los débiles y sumisos con los poderosos.
Al final el tiempo pone a cada uno en su lugar, que no es otro que el camino de la intrascendencia.
En esta época en los que la osadía de mostrar las más íntimas vergüenzas llega a lo procaz, el sentimiento del ridículo, que se mantenía contenido con una acertada crítica social, ha desaparecido porque las nuevas comunicaciones sociales se han construido con eficaces herramientas que actúan contra la ironía, la sátira y el sarcasmo -que son cualidades que forman parte de nuestro mejor patrimonio- y además fomentan la falta de pudor y de respeto por la vergüenza ajena. Digo: en esta época de locos, nos faltaban los arrogantes y los condescendientes.
Declaro que mi mirada es arrogante, inmodesta, presuntuosa y fatua; pero no es falsa. Desde ella quiero descubrir dos ornamentos que jalonan el acontecer que estos personajes comparten con todos nosotros.
Dentro del corazón de los mosqueros hay un rincón en el que guardamos un poco de arrogancia, esa tentación que nos hace compararnos al resto de pescadores y sentir que somos superiores. Pero seriamos declaradamente faltos si nos dejáramos llevar por ese sentimiento y no atendiéramos a lo que la razón -y sobre todo la experiencia- nos indican, y que no es otra cosa que situarnos más o menos al mismo nivel que el resto de cofrades. Solo a algunos, cuya mente ha sido nublada por el espíritu mosquero, se les nota ese brillo que la soberbia deja en la mirada, y descubren en el río (donde el instinto primario nos iguala a todos) que no consiguen camuflar la altanería con su falsa modestia cotidiana. Si indagamos un poco los encontramos unas veces contradictorios y otras veces declaradamente incompatibles con la probidad, por lo que no difícil descubrirlos.
Hay incluso quién lleva su arrogancia al sectarismo más ridículo, basando sus principios morales y metafísicos en la elección del tipo de señuelo que utiliza o en la calidad genética de las truchas que pretende pescar. Hay muchas palabras con las que podría describir a estos personajes, pero la que mejor se les adapta es la de “modestos arrogantes”.
Pero, a la vez, sorprende conocer la condición dúctil y condescendiente que han adquirido aquellos que otrora defendían posturas inquebrantables y a los que el interés por figurar ha transformado en una suerte de servidores de lo establecido.
No reconozco a aquellos aguerridos adalides de la pesca pura, cuyo comportamiento intachable insuflaba moral a las huestes mosqueras, convertidos en seguidistas impenitentes de los figurones mediáticos, ¿qué les ha cambiado?, ¿cuándo comenzaron a perder su digna arrogancia?
No pilla de sorpresa comprobar que estas dos actitudes son frecuentemente cíclicas, y los afectados oscilan periódicamente entre ambos extremos. Pero algunos son capaces de rizar el rizo, y con un cierto esfuerzo para adaptar sus principios del modo apropiado en cada ocasión, consiguen simultanear ambos conceptos. Me malicio que es algo que forma parte de ese instinto de supervivencia tan típico de los que son fuertes con los débiles y sumisos con los poderosos.
Al final el tiempo pone a cada uno en su lugar, que no es otro que el camino de la intrascendencia.
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