Un texto en cuyo contenido aparezca la frase “no existen palabras para explicar...” no debería ser escrito o en su defecto no debería ser leído. Palabras existen y muchas, otra cosa es que el perspicaz de turno no las sepa utilizar o tenga disminuida la capacidad de expresar por escrito sus ideas, con lo que -aún siendo un poco iterativo- reincido en que además de que el texto no debería ser escrito, un autor tan pocas dotes no debería dedicarse a torturar al incauto que se deje caer por sus pagos, aunque puestos a ser sinceros yo tampoco debería llamar autor a un juntaletras.
Es cierto que las emociones embargan tanto que nublan el razonamiento y con él la capacidad de expresión -siempre que se tengan-, y que poner en antecedentes al lector de la poca capacidad literaria que se va a demostrar puede llegar a ser un recurso retórico. Pero una vez que se ha puesto en suerte al sufrido lector, sería un detalle de buen gusto avisarle de lo que a continuación le viene encima es una sarta de cursiladas travestidas de apasionamiento que dejan a algunas novelas rosas en un estatus literario muy superior; más que nada para que pueda huir despavorido de esa pringue edulcorada.
La cursilería es una tara empalagosa de la ignorancia que sirve para esconder la falta de talento con cisternazos de almíbar, es un intento de hermandad ideológica entre lectores con gran afición y vinculación con y por la demagogia que expulsa a todo pensamiento disidente y que los envuelve y sofoca con buenos sentimientos aparentes. Es, cuando no la toca de lleno, la antesala de la ridiculez.
Habría que recapacitar sobre la conveniencia de poner en la picota a aquellos que exhiben su cursilería como si fuese una conquista estética y literaria… como si fuese el valor cultural más elevado. Aunque mi natural escéptico me lleva a pensar que los que gustan de nadar en las procelosas aguas melosas de lo cursi, lo hacen por placer. Ese extraño placer que sus lectores encuentran entre lo mediocre y lo chabacano.
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